“Vemos las cosas desde cómo somos, y no desde cómo son.”
Es una frase que me encanta, porque refleja profundamente lo que ha sido mi historia. La he vivido muchas veces desde mis propias emociones, creencias y procesos, y siempre me he preguntado: ¿qué contaría mi familia si les pidiera relatarla desde su punto de vista?
Hoy quiero contarla desde mis propios ojos. Desde mi experiencia, desde mi ser. Me hace feliz compartirla y deseo que, al hacerlo, pueda ser una fuente de inspiración para alguien más.
Desde el hoy hacia atrás
Hoy es un día de agosto de 2025. Estoy sentada en la tranquilidad de mi hogar en los hermosos Países Bajos. Vivo con mi esposo, un hombre maravilloso, y con nuestra hija, quien con sus 15 años me sorprende y enseña cada día. Tengo 35 años y me dedico profesionalmente al trabajo social, con una especialización en trabajo terapéutico sistémico.
Mis pasatiempos giran en torno a la lectura de libros de desarrollo personal, espiritualidad y psicología. Además, tomo constantemente cursos relacionados con estos temas, porque creo profundamente en el crecimiento continuo, en la expansión de la conciencia, y en que nunca dejamos de aprender.
El viaje de migrar: dos maletas, mil procesos
Hace 10 años migré a los Países Bajos con dos maletas de 23 kilos y una de 8. Vine con el objetivo de estudiar y crecer personalmente, para construir una vida más estable para mí y para mi hija. Llegué con un título de bachiller, sin hablar más que español, pero con la fortuna de tener familia cerca, lo cual fue un gran apoyo emocional y práctico en esos primeros pasos.
Estudié el idioma neerlandés durante 10 meses y presenté el examen estatal. Pero, más allá del idioma, el verdadero reto fue el proceso de adaptación interna. El primer año fue, sin duda, el más difícil. No porque me faltaran cosas o porque las circunstancias fueran particularmente adversas, sino porque migrar te cambia por dentro. No es solo moverte de país: es despedirte de versiones de ti misma, de creencias, de miedos, de todo lo conocido.
Migrar es una transformación que sucede tanto por fuera como por dentro.
Estudios, dudas ajenas y convicción interna
Después de aprobar el examen de idioma, comencé mis estudios universitarios. Recuerdo un momento muy particular: una persona cercana me dijo con una mezcla de escepticismo y juicio:
“¿Por qué vas a estudiar en la universidad? Mi hijo es inteligente y él no lo logró.”
Yo apenas hablaba neerlandés en ese entonces, pero esa frase sí la entendí perfectamente. Mi mente la procesó como un reto, no como una barrera. Fue como si algo en mí despertara al escucharla. Le respondí con convicción:
“Es estudiar… o regresar a Colombia. Y la segunda opción ya no existe.”
Empecé una carrera que solo se ofrecía en neerlandés. Las palabras de esa persona seguían resonando en mi cabeza, pero si algo me ha caracterizado siempre es que, cuando me propongo algo, lo hago. Lo hago por el deseo de ver qué pasa cuando uno confía en sí mismo.
El primer año fue difícil: lloré muchas veces, porque nunca en mi vida había tenido que leer ni escribir tanto. Todo requería el doble o triple de esfuerzo. Cada asignación, cada examen, cada lectura. Y sin embargo, algo en mí no se rindió.
Pasaron los meses y mis resultados fueron excepcionales. Ahí entendí que mi reto no era académico, sino emocional, mental, espiritual. Durante esos años también perdimos a una persona muy valiosa en nuestra familia. Esa pérdida fue uno de los momentos más duros de todo el proceso
A pesar de todo, me gradué en 4 años, con un promedio de 8 y mención de honor.
Creciendo
Al terminar mis estudios, dejé mi trabajo en limpieza y comencé como practicante en una organización sin fines de lucro. En un plazo de seis años, escalé hasta convertirme en coordinadora de equipo. Ha sido un camino lleno de aprendizaje, responsabilidad y crecimiento.
Los Países Bajos me han ofrecido muchas oportunidades. No todo ha sido fácil, y claro que ha habido momentos difíciles, pero este país me abrió puertas. Elijo contar mi historia desde el aprendizaje y la superación, no desde la victimización.
Pocas veces he sido víctima de discriminación, y cuando ha ocurrido, ha sido por parte de personas que, probablemente, percibían que mi situación era más favorable que la suya. Gracias a mis estudios, mi preparación y mi curiosidad por entender al ser humano, siempre he intentado ver esas situaciones desde una perspectiva más profunda: nadie actúa sin razón. Todos funcionamos desde nuestras historias, nuestras heridas y nuestros patrones.
Antes de migrar: una joven madre en Colombia
Quienes me conocieron en Colombia suelen decir que soy una persona completamente diferente. Y es cierto: no se puede ser el mismo después de migrar. Ni siquiera se puede ser el mismo después de un solo día de vida.
Si mi familia contara mi historia, probablemente empezarían con palabras como: rebelde, terca, contestona… y todos sus sinónimos. Pero ahora, como madre de una hija a la que podría describir de la misma manera, entiendo que esas palabras son, en realidad, virtudes no pulidas: Rebelde: inconformista; Terca: perseverante; Contestona: asertiva.
Todo lo que nos incomoda de otros, a veces es simplemente una versión sin pulir de una gran cualidad. Solo con el tiempo y la experiencia podemos ver las cosas con más claridad.
Me convertí en madre a los 20 años. Su llegada no fue planeada, pero jamás devolvería el tiempo para cambiarlo. Su nacimiento fue un despertar. Vivimos juntas tres años en Colombia, y fueron años muy difíciles, especialmente en lo emocional. Pero hubo un momento en que supe que algo tenía que cambiar.
Mi madre fue mi gran apoyo. Gracias a ella, hemos llegado lejos. Y aún seguimos caminando juntas.
Infancia y adolescencia: entre la escasez y el amor
Mi adolescencia fue tranquila. A pesar de mi carácter, no me dejaron ir a bailar hasta los 18 años. Y entre los 18 y los 19 y medio, me bailé todo lo que no me dejaron antes. Por ahí, creo que se entiende por qué fui madre a los 20.
Siempre fui buena estudiante. Aunque dejé el colegio a los 15 años, logré obtener mi diploma poco antes de migrar.
Mi infancia y adolescencia estuvieron marcadas por la sencillez. Mi madre trabajaba para sostener a sus tres hijos, ya que mi padre falleció cuando yo tenía apenas un año. Mi abuelo se quedaba en casa y nos educaba. No teníamos lujos, pero sí valores, cuidados y mucho amor.
Nos mudamos muchas veces, a menudo debiendo arriendos, a veces solo con lo básico: unas camas, unas sillas, una estufa, una nevera. La mayoría de las cosas eran prestadas o regaladas.
Una vez, conversando con alguien sobre pobreza y desigualdad, le conté parte de esta historia. Me preguntó cómo me sentía ahora al recordar esa época, y qué pensaba sobre la pobreza. Le respondí:
“Antes de los 12 años, no sabía lo que era la pobreza. En mi inocencia, la vida era simplemente lo que era. Solo cuando otros me hacían notar lo que me faltaba, me sentía pobre. Cuando nos recordaban que estábamos en su casa, no en la nuestra. Cuando nos decían que lo que teníamos era prestado, o gracias a otros. Solo entonces aparecía ese sentimiento de carencia.”
Y sin embargo, hoy puedo decir con certeza: Vivir con lo necesario fue lo mejor que me pudo pasar. Aprendí que cualquier cosa puede faltar, y aún así, la vida continúa. Para mí, la verdadera pobreza no es la falta de cosas, sino la falta de generosidad para compartir lo que se nos ha dado”
Para cerrar…
Nací en Colombia en Santa Lucía, un pequeño pueblo del Atlántico, en 1989. El día de mi nacimiento se fue la electricidad en el pueblo y la planta eléctrica del puesto de salud no tenía gasolina. El médico pidió a mi padre y a mi familia que buscaran velas para poder alumbrar el lugar.
Nací para encender la luz en la oscuridad.
Y hoy sigo eligiendo ser eso: una chispa de luz, incluso en los momentos más inciertos.